[Im]perfecciones - iii

- Qué frágil es todo - dijo, observando las bóvedas.

Paseó un rato por el cementerio, entre bóvedas, leyendo nombres y dedicatorias, pensando en posibles historias y sus afluentes, imaginando qué podría haber pasado. Le resultó increíble todo lo que puede llegar a pasar, todo lo que puede significar una persona y lo infinito que es cada uno de nosotros.

Esa noche tomó la decisión de probar las pastillas. A su suerte, hicieron que se duerma tan profundo que no pudo soñar, o no pudo recordarlo. El domingo despertó pasado el mediodía, lo cual le resultó extraño y no le gustó mucho porque solía despertarse temprano. Supuso que las pastillas eran muy fuertes. Su madre no estaba y Alma se quedó en casa, cocinó algo, comió y decidió leer algún otro libro.

- Creo que si alguna vez tengo hijos y están disgustados, no les diré que la gente se muere de hambre en china ni nada parecido porque no cambiara el hecho de que estén disgustados. E incluso si otra persona lo tiene peor, eso realmente no cambia el hecho de que tú tienes lo que tienes. Bueno y malo. Como lo que mi hermana dijo cuando ya llevaba una temporada en el hospital. Dijo que estaba muy preocupada por ir a la universidad, y en comparación con lo que yo estaba pasando, se sentía muy tonta. Pero no sé por qué se iba a sentir tonta. Yo también estaría preocupado. Y en serio, no creo que yo lo tenga mejor ni peor que ella. No sé. Es diferente. Quizá sea bueno poner las cosas en perspectiva, pero a veces, creo que la única perspectiva es estar allí de verdad. Como dijo Sam -leía, sentada en su cama-. Porque está bien sentir cosas. Y ser tú mismo al respecto.


Alma notó, entre tantos pensamientos, que no sabía quién era realmente. Quizás el haber escuchado tantas teorías y definiciones le había hecho perder la perspectiva. Se preguntó si, como decía el personaje del libro, ella realmente estaba ahí. Se sentía un espectador en su propia vida. Eso no estaba bien.
Y fue ese pensamiento el que la llevó a replantearse el tomar pastillas para dormir. Ella podía dormir; de hecho dormía y soñaba, pero no lograba afrontar lo que su mente le mostraba. Su subconsciente era un teatro gratuito para ella sola y pensó que, tal vez, no lo estaba disfrutando como debía.

¿En qué momento dejé que los demás decidieran lo que yo debía pensar? -escribió.

Cuando se acercó la noche y ella decidió ir a dormir (más por obligación que por así quererlo), concentró su mente en lo que sabía que soñaría y, simplemente, se dejó llevar por las caricias del sueño.

Estaba corriendo por calles que conocía, con hojas de árboles a su alrededor y un viento frío deslizándose por el aire contra ella y su cuerpo. Eran dos, ella por un lado y su cuerpo por el otro. Corría pero nunca llegaba a ningún lado. En realidad sólo corría.
Nadie podría decir cuánto tiempo transcurrió, o si en verdad transcurrió algo de tiempo, pero lo cierto es que al cabo de unos instantes su cuerpo se desplomó, como si hubiera caído, sobre hojas en la vereda. Miró hacia atrás, cerró los ojos, y de repente estaba en otro lugar. Apareció en su casa, parada sobre un banco.
- No tengo nada que reprocharles, ni ustedes a mí - susurró.
Acto seguido, se deshizo del banco pero su cuerpo quedó flotando en el ambiente. La soga contra su cuello, su vida yéndose y ella todavía ahí. Sin nada.

Despertó.
Era lunes, al fin, y Alma sentía cierta contradicción dentro suyo. Quería contarle todo lo sucedido a María, pero a su vez no se sentía cómoda como para poder decírselo a alguien. No le gustaba la idea de que le dijeran que lo que estaba pasando era algo malo, porque ella ya no lo sentía así. Se vio a sí misma obligada a dirigirse al consultorio, con más ojeras y menos humor que nunca.
Dudó diez segundos antes de tocar el timbre, con el dedo a muy corta distancia y deseando que todo eso no tuviera que pasar. Sin embargo, no tuvo sentido, porque la puerta se abrió sin que ella hiciera nada. Alguien cruzó la puerta. No sabía quién era pero no hizo falta para sentir que no estaba sola allí. Vio pasar frente a ella a una chica pálida y con sus misma expresión de cansancio y sintió, por primera vez en mucho tiempo, que alguien más en el mundo estaba pasando por lo mismo.
No, no se equivocaba, pero no tuvo manera de saberlo en ese momento.
Cruzo el marco de la puerta, subió la escalera y entró a la "sala de espera". María apareció casi cinco minutos después, sin saber que ella estaba esperándola, ya que había pasado sin hablar con la recepcionista. La saludó y pasaron al otro ambiente.

En cuestión de unos cuantos minutos, Alma ya había contado todo lo sucedido a María, quien por su parte escuchaba atentamente.

- Sólo puedo decirte que no tengo manera de medicarte porque eso no me corresponde a mí. Mi socia puede ayudarte, sí, pero eso también depende de tu decisión - explicaba-. Le puedo pedir que te dé una receta de pastillas para la depresión, que sería lo más sensato.

Alma asintió con la cabeza, meditabunda.

- Más allá de todo eso, me sorprende mucho. Algo me dice que hay mucho que no me contaste.
- Yo siento lo mismo- respondió Alma -, hay mucho que no me conté a mí misma.

Aunque no se sentía cómoda con la oferta, accedió. En caso de que se sintiera muy mal podría tomar las pastillas, y si no era así no tenía necesidad de hacerlo. Se veía fácil.
Al salir del consultorio se dirigió a la farmacia, donde consiguió sin problema lo que la receta indicaba. Luego, caminó hasta su casa observando el cielo. Se sentía a gusto ante la inmensidad, se sentía pequeña y le daba la sensación de que sus problemas eran apenas minúsculos, cosas sin importancia.
Su tarde, entre cigarrillos, café y una bañera, estuvo llena de preguntas. Se cuestionó reiteradas veces el haber contado todo, pero también se sentía un poco aliviada. Había tomado la decisión de no tomar las pastillas a menos que sucediera algo grave, lo cual era probable por su inestabilidad.
Fue a dormir, satisfecha y liberada.

Era su abuelo, en su casa. Con su sonrisa, con su felicidad. Era él. Pero, efectivamente, era un sueño. Estaba muerto. No era real.
Sonreía, reía, la miraba y sonreía. Todo se tornaba borroso y comenzaba de nuevo. Siete veces, y despertó. Despertó agitada, llorando, sin poder respirar.
No podía levantarse de la cama, se sentía atada. Tosía y seguía sin poder respirar, sin poder moverse, sin poder escapar.
¿Escapar? ¿De qué? De ella misma.
Y se ahogó. Cerró los ojos -se le cerraron- y murió.

Abrió los ojos. Eran las cuatro de la mañana. Hacía frío.
Agarró el frasco. Sacó una pastilla. La tragó.

Dos horas después, Alma despertó sin suicidios en su mente, sin muerte, sin depresión.

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