21/02/2013
Las mentiras a veces vienen tan bien disfrazadas que se nos para la vida
cuando las descubrimos. Otras veces las disfrazamos nosotros, queriendo creer
algo que sabemos que no es. Pero siempre terminan doliendo, desilusionando.
Esas son las cosas que tratamos de asimilar con el humo de un cigarro o
el alcohol de una copa, esas cosas que queremos tragar rápidamente para poder
olvidar, creer que nunca estuvieron ahí y seguir. Intentamos olvidar lo que se
tiene que aceptar, superar.
Pero cuando nada está claro, qué es lo que hay que hacer? ¿Acaso fui yo
quien se equivocó al creer la mentira? ¿O la mentira es el error? ¿Yo sabía que
era una mentira?
Y la mente se me nublaba con tantas preguntas, tantas incógnitas, tanta
oscuridad en la que trataba de buscar. Al mismo tiempo nacían más dudas, tantos
pensamientos y tan diferentes todos, tantas posibilidades, tantos recuerdos. Y
la mentira. La mentira siempre ahí, tan definida. Tan agresiva, tan deprimente.
Tan todo. Y yo, tan.. nada.
Había llegado a la conclusión de que mi rol en mi vida era observar, ya
que al fin y al cabo nunca seguía mis instintos ni actuaba de la manera que me
gustaría. Había pasado a ser alguien que cumplía con lo que supuestamente debía
hacer y ser, nada más que eso. Sin sentido alguno, me había convertido en una
persona más en el gran grupo de aquellas quienes cumplen sin querer hacerlo.
Deberes, responsabilidades. Qué irónico es que aquello que todos afirman que
debe ser es lo que nadie quiere que sea.
Pero pienso. Y no pienso lo que debería pensar.